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jueves, enero 23, 2014

Tiny Surfaces.

Superficies Diminutas


«Mejores amigos. De pensar tanto en el asunto, a veces creo que ‘mejores amigos’ es una excusa, muy vil por cierto, para conseguir de mí ciertas cosas… cosas a puerta cuando me visita. Aunque, puedo no admitir que me es del todo incómodo el asunto. Puedo no admitir, incluso, que he sido yo quien le ha buscado algunas de las aquellas tantas veces que me ha visitado, de las aquellas tantas veces que, a puerta cerrada, no hemos querido ser mejores amigos».

*

Es una sonrisa ligeramente complaciente la que, en su rostro, se ve desdibujada. Una circunstancia ligeramente incómoda le ha obligado a levantarse de manera súbita, salir -o hacer el intento- y darse un profundo respiro, tomarse un segundo aire. Pero eso es algo que no ocurre: el apenas intentar ponerse de pie produce, en aquel otro, un impulso imitativo irrefrenable.

Lo persigue entonces hasta el umbral de la, ahora abierta, puerta. Invasivamente lo toma del brazo y, nuevamente, cierra la puerta. Alejándolo ahora de la misma y a la fuerza, lo abraza. Lo abraza impulsivamente como queriendo romperlo del todo, como queriendo hacerlo nada y desmenuzarlo contra su pecho.

*

«No le entiendo. No le entiendo para nada ya. Siquiera intento entender tampoco mi propio impulso de hacerle venir a estarse conmigo. Y estará todo el día tras mi puerta, pues ha dicho. Y estará todo día tocándome, porque eso quiero. Y no sé siquiera por qué lo quiero. Y es que esto de ‘mejores amigos’, no lo sé, no estoy entendiéndolo del todo: a estas alturas estoy entendiéndolo aún menos. Y es cada vez más complicado el entenderlo, sobre todo si me abraza de esta manera. ¿A dónde me dirijo entonces con esto que pesa en la incomprensión?

Aunque, a veces, no importa para nada. Ahora, justo ahora, es una de esas veces: no me importa. Y es que su abrazo no deja de temblar, y no deja de ocultarme el hecho de que llora, y no deja de creer que no me he percatado de ello. Incluso cree que no he percatado que, muy por debajo de mis ropas, él me toca. Y es vergonzoso… siempre lo será».

*

En su quietud, tras sus ropas, pícaras caricias en vaivén le tantean la vida entre sombras. Apenas cierra sus ojos, apenas echa su cabeza hacia atrás. Apenas suspira y suspira. Suspira de nuevo. Es notorio, en ambos, el constante sonrojar de sus superficies. El temblar de sus manos se desglosa, muy furtivamente, en caricias sobre aquellos delgados y claros brazos que lo sujetan, que lo tiernamente encarcelan y -a la vez- lo invaden, lo fragilizan.


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